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Juan Belmonte: XL aniversario luctuoso

Yo canto al varón pleno,
al triunfador del mundo y de sí mismo
que al borde -un día y otro- del abismo
supo asomarse impávido y sereno.

A seis décadas de la partida del torero Juan Belmonte, celebramos su vida, el regalarnos la quietud del toreo, la modernidad y la estética que proviene de hacer frente a la embestida.

Compartimos con ustedes una obra literaria escrita por uno de los poetas más importantes de España, quien formara parte de la Generación del 27, una congregación de artistas e intelectuales, de la que Belmonte fue admirado amigo.



Oda a Belmonte

Por: Gerardo Diego*


¿Qué dice, o cuenta o canta

al relance solenne de la noche

el ancho río en cláusulas de espumas?

¿Qué nuevos peces mágicos levanta,

voltea, tuerce al sesgo

en diagonal regata y desvarío?

La luna, el campo, el río.

¿Voces? Silencio. El aire en los juncares.

No es riada. Nadie. ¿Bultos? Algo brilla

por la crujiente orilla,

pisa, tantea. Luces de alamares

-plata fluvial- escurren

los resbalados peces en cuadrilla,

mitologías, cielos de arrabales.

Constelados, desnudos,

se filtran, pierden entre los jarales.

Relumbra el río ya lisos escudos

y la Luna mirándose se peina

en larga, larga pausa, perezosa

con su mano estrellada de virreina.


Mas, ¿quién de nuevo tañe

el trémulo secreto

de tu guitarra, oh Betis, bien templada?

La rítmica de un polo

se apaga y surte, fresca ya y precisa,

y, -delfín o prodigio- el agua irisa

a alterno brazo un bulto escaso y solo.

Ya retumbra y resuena

la hueca palma y el vivaz jaleo

cuando de pronto surge el centelleo

de un dios chaval pisando en la arena.


Solo el ojo augural de la lechuza

pudo copiar en su redondo azogue

del ulises adánico que cruza

la furtiva evasión entre las cañas

sin que nadie, ni el viento, la interrogue.

Alla va el robinsón de las Españas,

raptor de ninfas, vengador de Europas,

sin más armas ni ropa

que un leve hatillo, incólume del río.

Allá va solo. Tarde lleguó adrede

a la cita del barrio y la cuadrilla.

Sentirse solo en el herbal bravío

de la marisma, leguas de Sevilla,

qué negra suerte, ay, Espartero mío.


Lejos, cerca, reposan

al selenio fulgor bien modeladas

las moles prietas, grávidas, lustradas

que continencia y que vigor rebosan.

Son los toros tremendos,

negros de pena, cárdenos, berrendos.

Y asaltando la cerca

al más cierto, concreto y dibujado,

tremolando un jirón ensangrentado,

el mozuelo se acerca.

Despierta, escucha, mira, se incorpora,

crece el toro solemne

y alarga la testuz aterradora

coronada e indemne.

Enfrente el diosecillo

desnudo, inerme, solo: un torerillo.

Y la fiera se extiende y se agiganta,

y de fe ciego, la quijada hundida,

y con inmóvil planta

-qué ritmo de liturgia no aprendida-

el doncel le adelanta

el brazo, y le bendice la salida.


La arrebolada en sus rubores luna

se asoma, presidenta, a su baranda.

Un toro y Juan Belmonte.

Y otro testigo, acaso y de fortuna,

porque a gozar la pugna heroica y terca

el bético horizonte

sus barreras acerca.


Pasa el toro en tropel y terremoto

y la vida se centra

en cada lance y ahíncase y se adentra

y silba el aire desgarrado y roto

y olvida el tiempo su onda cosmogónica

y se cuaja y se embota espeso, ciego

en cada ensimismada honda verónica.

Escultor de sí mismo, el tiempo pudo

alzarse, bloque, y suspenderse, nudo.


La faena concluye

y el agua otra vez fluye

y el horizonte, lánguido, se aleja

y se aduerme la luna, suspirando,

tras de bien clausurar cancela y reja.

(Triana, sin saber por qué, llorando.)

Y el nuevo endimión sueña

y su sueño sin tacha es profecía.

No ya la luna, el sol rige y porfía

-en el mástil ondea, alta, la enseña-

partiendo en dos la bien colmada plaza.

La muchedumbre apiña su amenaza.

Un toro campa en la mitad del ruedo

y con claro denuedo

pisa un héroe seguro,

héroe, sí, sin heráldica y sin saña,

héroe nuevo de España,

limpio el relieve de su gesto puro.

En la diestra, la espada;

la bandera en la zurda desplegada.

El emplazado bruto pasa y pasa.

Ancho, largo, profundo,

el héroe se acompasa

y se jalea, y en su orgullo preso,

cruel como un dios, disuelve, borra del mundo.

No, no existe ya eso.

Ni la redonda plaza,

ni la gloria que cálida le abraza

desde el tendido, ni la luz sonora

ni el rumbo ni la hora.

No existen más que un toro y un torero,

estimulando en planetaria masa

la lenta rotación de la faena.

Y el toro pasa y vuelve y no rebasa

la linde que le aprieta y le encadena.

Esa redonda conjunción que acaso

no repita ya el cosmos, tiene nombre:

el pase natural en cielo raso.

Y ese trágico, estrecho

eclipse, pase de pecho,

y ese corvo cometa, molinete,

y ese rayo, estocada.

Tinta la mano en sangre. Y de la nada

por volver a su ser cada ser puja.

Colérica la plaza se dibuja

y millares de palmas baten palmas

y las gargantas crecen

y se hinchan y enfierecen

las sílabas del nombre de Belmonte.

Sueño, sí, fue del mozo

y ahora de nuevo nos parece sueño.

Pero ente un sueño y otro fue alborozo

mil veces y evidencia

de nuestra fe rayana en la demencia.

Venid acá, oh incrédulos,

vedle cómo se afianza

sobreel talón izquierdo bien posado;

la acordada muñeca templa y tañe

a la lira que avanza

y humilla y tuerce y se comprime.

Mientras la mano diestra la esperanza

del claro acero esgrime.

Así nos le recorta y fija esquivo

-trampa viva de luz- el objetivo.

Y aún mejor nos lo enrrolla la madeja

de celuloide, el pacto del Diablo

que le soborna a Cronos su pelleja.


Mas no penséis la estampa en vuestra mano

o la pantalla enfrente, luminosa,

tardíos jueces de la noble lidia,

que esa actitud viril alzara en vano

su altivo pedestal sobre la envidia.

Arduo es ser gran torero.

Pero vencer la enorme pesadumbre,

tarde tras tarde, de la gloria cara,

solo le es dado al hombre verdadero,

la hombre más que héroe, a la más rara

fatalidad de cumbre.


Súbita nube cierne

su sórdido rencor sobre el hastío

del violento gentío

eléctrico y compacto.

El bochorno se espesa y hace tacto

y su horrenda membrana

estremece a su impúdico contacto

las diez mil frentes de la bestia humana.

Negro se torna todo ya y siniestro,

negras las almas y hasta el cielo opaco

se hurta con cobardía de cabestro

a coronar la plaza. Abajo, el diestro

se encadena a la roca de un morlaco

-soledad de titán-. Qué rompeolas

de espumas verdes, de amarillas furias.

Cómo le azotan bífidas injurias

de rojas fauces y erizadas golas.

Y en un instante elástico y heroico

rompe sus eslabones de ludibrio,

y en un pasmo de arrojo y de equilibrio

coagula, amansa, calma al paranoico,

jugándoselo todo, al todo o nada,

en el sublime albur de la estocada.


Rasgó el pitón la esquiva chaquetilla

y -pendular trofeo- un cairel de oro, hilo de seda, brilla.

Mas la espada cavó su sepultura

deslizándose fúlgida hasta el pomo

y un mar de sangre surte y empurpura

la abovedada redondez del domo.

Ya las columnas su estupor pasean,

ceden, se bambolean,

"dejadle" grita el gesto de la mano

bermeja, alzada en mudo señorío,

"dejadle" el vientre ufano

combado en desafío.

Dejadle desplomarse. Que sucumba

solo, como un coloso.

Y el soberbio, en su foso,

a su propia grandeza se derrumba.

Al serenado cielo

remonta cegadora polvareda,

nubes, nubes de escombros.

Es la ovación, el triunfo, la humareda.

La turbia plebe se despeña y rueda

y mece al domador sobre sus hombros.


Yo canto al varón pleno,

al triunfador del mundo y de sí mismo

que al borde -un día y otro- del abismo

supo asomarse impávido y sereno.

Canto sus cicatrices

y el rubricar del caracol centauro

humillando a rejones las cervices

de la hidra de Tauro.

Canto la madurez acrisolada

del fundador del hierro y del cortijo.

Canto un nombre, una gloria y una espada

y la heredad de un hijo.

Yo canto a Juan Belmonte y sus corceles

galopando con toros andaluces

hacia los olivares quietos, fieles,

y –plata de las tardes de laureles−

canto un traje -bucólico- de luces.





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